miércoles, enero 23, 2008



Amores de estudiante, flores de un día son






- Cristinita, ¡usted no sabe como me apena!.
- Pero dígame de que se apena, Romualdo, por favor, que me deja muy triste.
- Es que para mi es muy difícil explicarlo, en especial a usted.
- Pero Romualdo, nos conocemos hace tiempo, ¡como no va a poder expresarlo!.
- Cristinita, tan tierna, tan santa, tan bonita. Cristinita, hace ocho años que le profeso un puro amor que surge de lo más profundo de mi ser. Ocho años que visito su casa con permiso de sus padres como mandan las más sagradas tradiciones sociales. ¡Cristinita!, yo nunca le he faltado el respeto.
- ¡Lo se, Romualdito, lo se!, por eso le pregunto que es lo que tanto le aflige.
- Es que esto que me corroe por dentro es insoportable ya. Lo pude ocultar en los inicios, luego incluso cuando nuestras relaciones fueron poco a poco haciéndose más íntimas - dentro del cristiano recato - e incluso después de que ya intimáramos lo suficiente, como para tener acercamientos amorosos a espaldas de sus progenitores - picardías propias de los jóvenes - hasta el día en que no se de donde saqué fuerzas para pedirle que viniésemos a escondidas a este sitio mas nuestro, más íntimo. ¡Cristinita!... ¿puedo tutearla?.
- Claro, Romualdo.
- Entonces trataré de lograr decírtelo aquí en mi pieza de pensión, donde hemos llegado luego de tanto amor, de tanta pasión escondida, de tantas ansias. Aqui donde por fin luego de años podemos estar solos, podemos expresar sin tapujos nuestros sentimientos, podemos intimar como hace tantos meses lo deseo, sintiendo la dulce voz de Gardel desde la vitrola. Intimar a plena luz mucho mas de lo que lo hemos podido hacer en el sillón de tu santa casa.
- ¡Hay Romualdo, ya no te conozco!, ¡que te sucede!.
- Ya no me conformo con besos, con caricias, no me conformo con que tu me reconfortes haciendo explotar mis necesidades masculinas cuando estamos a solas y los mayores duermen. ¡Oh tierna Cristinita!, no sabes cuanto placer me ha dado tantas veces tu boca, incluso me he sentido un cerdo corruptor al enseñarte esas prácticas sexuales a las que tu dócilmente te has sometido y ¡tan solo para complacerme a mi, a mi egoísmo!. ¡Por este egoismo he manchado tu recato mantenido como blasón por todo este tiempo!.
- ¡Hay Romualdito, que yo también he gozado!.
- Pero si, Cristinita mi amor, claro que si, no puedo negar que me has dado muchísimo placer, pero yo se valorar muy bien que pese al deseo que debes sentir, estoicamente has guardado tu sexo para cuando juntemos para siempre nuestras vidas en el altar, frente al Señor. ¿Crees que no tengo en cuenta que para satisfacerme también te has prestado a efectuar relaciones por donde la naturaleza no lo indica? ¿Crees que no se que toleras ese sufrimiento solo para darme felicidad? ¡Por eso te amo y por eso mi vergüenza es mayor, Cristina!, por eso me apena mucho lo que tengo que confesar...
- ¡Por Dios y la Virgen, Romualdo!, dímelo de una buena vez que no aguanto tantos nervios.
- Es que el deseo me ha invadido y me priva de mis más elementales nociones de caballerosidad, de humanismo, de modales. Me siento tosco, me siento grosero. Por una parte creo que no te merezco y por otra te deseo tanto que me siento capaz de las mayores locuras... ¡hoy estamos solos y te deseo tanto, Cristinita!.
- ¡Romualdo, si yo también quiero ser tuya completamente desde hace tiempo!. ¡Tómame, Romualdo, tómame ya mi amor!.
- ¡Eso es lo que me tiene enloquecido, Cristinita, ese es mi secreto diabólico!, para lograr un placer total necesito algunas cosas extrañas, que no se en que momento mi mente se deformó como para aceptarlas... Cristina, ¡te pido perdón Cristina!, no me odies, pero mi secreto es que para gozar completamente tengo que tener una bombacha tuya en la cabeza y sentir que me azotan con algo contundente en la espalda y las nalgas... ¡oh Cristina, cuanta vergüenza me invade!, no me siento digno de tu amor, Cristina.
- Pero no, Romualdito, ¿eso era simplemente lo que te agobiaba?, ¿esa pequeña picardía?, si todos tenemos secretos, mi amor.
- ¿Tu también Cristinita?
- ¡Claro, mi vida!, yo, para empezar, soy travesti.




jueves, enero 17, 2008






El abuelo y su aparato




El abuelo se lo zarandeaba con cariño.


No importaba quién estuviese a su frente, él lo agarraba moviéndolo con desparpajo a izquierda y derecha, arriba y abajo,
acariciándolo, apretándolo, balanceándolo, como haciendo gala de que, pese a su edad, tenia dominio total del asunto.

La impresión que esto causaba en su público era disímil.

Cuando vio entrar al cuarto a Doña Elena, la vecina del 304, acompañada por Doña Maria Clotilde, a su vez vecina del 407 – las dos muy amigas del viejo - y sabiendo como sabíamos todos que al abuelo le gustaba mucho Doña Elena, no nos llamó la atención ver como, cuando ella quedó en su alcance visual se lo agarró con nerviosismo jalándolo para todos lados con desfachatez.

“Mire lo que hace... y si, cosas de viejo chocho”, opinó la mayoría.

Pero los que lo conocíamos veíamos desde su cara inmutable, paralizada por el derrame cerebral sufrido un par de semanas atrás, que los ojos tenían ese brillo de picardía tan típico de él, cuando estaba haciendo travesuras.

Al terminar de menearlo, doña Elena, que había observado atentamente el despliegue de movimientos, levantando un poco la frente para poder ver con los cristales de cerca, entendió el mensaje que estaba bien claro era definitivamente para ella, y no pudo dejar de ruborizarse. Le comento a su amiga por lo bajo:

“Mirálo a este sinvergüenza. Si no fuera porque uno lo conoce de tanto tiempo, m´hija, ¡quien iba a decir! Pierde los pelos pero no las mañas” y largó una risita nerviosa. Doña Maria Clotilde asintió con un movimiento afirmativo de la cabeza, pero siempre manteniendo esa seriedad casi agriada, que era una leyenda en el barrio. Solo los repetidos guiños del ojo derecho lograban delatar cierto nerviosismo, - era un tic que aparecía cuando estaba intranquila – . Y se notaba tensa, porque mantenía todo el tiempo bien apretado entre sus manos el rosario de cuentas de carey. Venían de la iglesia donde habían dado gracias por la recuperación impensada del abuelo, que aunque era muy pequeña, muy leve para alguien a quien los médicos habían prácticamente desahuciado, era bastante.

Es que las veteranas comentaban entre ellas:

” Para dejarlo en ese estado... con lo activo que era Don Alcides... porque para hacer un milagro... ¡hacerlo bien o no hacer nada che! ¿a vos que te parece?”
Esa había sido la opinión de Doña María Clotilde, efectuada en la intimidad a Doña Elena, en una clara demostración de disconformidad con los alcances del milagro de Fe y en clara rebeldía católica pasible de sanción si era escuchada.

Pero el cura no podía oírlas, estaba lejos, confesando a la menor de las
Pérez-Campos, vecinas de a la vuelta. Y si esa “nena” le contaba todo lo que tenía para contarle al viejo párroco, se le iba la mañana entera. Las dos ancianas que la habían visto entrar al confesionario a “lavarse” los pecados, se miraron y movieron la cabeza a dúo en señal de desaprobación.

El abuelo seguía en la suya, parecía decidido a dominarlo totalmente.

De vez en cuando y sin necesitar motivos volvía a acariciárselo, y se lo apretaba contra la pierna. Allí le daba pequeños golpecitos y luego lo mantenía agarrado de costado. Parecía jactarse del tamaño que tenía y de la facilidad con que lo gobernaba. Ayer había entrado la nurse culona de la tarde y mirando como lo manoseaba le dijo: “¡Pero Don Alcides! déjeselo che!! ¡que lo va a terminar gastando!.”

El comentario aumentó y aceleró los movimientos, generando una secuencia de caricias, bamboleos y apretones que terminaron por hacer que la rubia teñida, muy simpática y con unos cuantos quilos de más, cuando el paciente terminó de menearlo, lo mirara atentamente y saliera a las carcajadas de la sala moviendo el inmenso popocho cadenciosamente.

Don Alcides siguió mirando ese monumental referente mientras pudo.


Por la inmovilidad a la que lo tenía condenado la parálisis, acostado semi sentado en la cama articulada, su campo de visión era limitado. Pero hasta donde pudo girar los ojitos pícaros, que parecían a punto de salírsele de las cuencas, lo miró. Ella salió de la sala y desapareció por la puerta, pero se seguían sintiendo a lo lejos las carcajadas resonando en los corredores.

Los ojos del abuelo trasmitían satisfacción. Se lo soltó.

El pico máximo de estos dimes y diretes familiares acontecidos por la repentina enfermedad –casi fatal – del veterano, vino a suceder justamente hoy de mañana cuando llegó de visita el inefable y odiado nieto menor del abuelo.

“El Nene” – ese es el apodo que tiene – nunca lo quiso al viejo y a todos llamó la atención que se ofreciera para cuidarlo cuando murió la abuela, años atrás.

Fue una decisión muy sospechosa.

Los hijos o no estaban en el país o no tenían las comodidades necesarias o el tiempo requerido, pero todos ayudaban con dinero, y el nieto se hizo cargo.

Ayudó mucho a que adoptara esta decisión, la herencia que el viejo le iba a dejar. Nunca se había confirmado, pero al parecer había sido un acuerdo de partes – Escribano incluido - con la que al anciano agradecía el sacrificio del nieto. No olvidemos que por ese entonces el viejo – y también nosotros, aunque algunos dudábamos - pensába que lo hacía de buena fe.

Después entendimos que si no fuera por esa esperanza de riqueza fácil, seguramente hacía mucho tiempo que lo había mandado internar en un asilo.

Quedó bien claro que todo era por interés.

Pese a la imperturbable alegría de Don Alcides que era un imán para sus bisnietos y a que del abuelo jamás alguien podría decir que pecaba de “metido” en las cosas propias de la familia del nieto, este lo culpaba de su fracaso matrimonial cuando en realidad era un problema generado por su estilo de vida, ya que era un esclavo del trabajo – por avaricia, que no por necesidad - y veía a los hijos solo durmiendo.

Este alejamiento permanente del hogar había enfriado la relación de pareja, que se había convertido en una simple costumbre, apagada ya la pasión mucho tiempo atrás. Y como el abuelo estaba solo, sin nadie que lo defendiera, era mucho mas fácil hacer recaer en él todas las culpas, que autoanalizarse.

Con el tiempo se gestó un odio evidente entre ellos.

Ese día quien sabe a santo de que problema personal, el Nene llegó envenenado. Sin siquiera saludar a los presentes le espetó al viejo postrado: “¡Bien dicen que yerba mala nunca muere!... pensar que cuanto te dio el ataque me había hecho ilusiones de que te enterraba enseguida y vos estás cada día mejor. ¡Ni en eso me haces un gusto, viejo.!”

Fue tan fuera de lugar y tan injusto lo dicho por el hombre, que todos los presentes entendieron que no le estaba hablando al abuelo postrado, estaba haciendo una “descarga” de otros asuntos que venia arrastrando.

Don Alcides siempre mantenía su cara indiferente imposibilitado por la parálisis facial de cualquier gesto – parálisis facial probablemente transitoria, había dicho el medico tratante: “es por el edema cerebral, saben, la inflamación que queda cerca del derrame. Quizás cuando esta inflamación retroceda, el abuelo pueda recuperar, si no todo, al menos parte de ... etc.etc.”- así que todavía no se acababan las esperanzas. Ante ese ataque verbal todos quedamos paralizados.

Menos el abuelo.

Cuando alcancé a reponerme y avanzaba para sacar a patadas al malparido del nieto, mi señora me agarrón del brazo y me hizo mirar al postrado.

Los ojos le habían quedado rojizos y un intenso y endemoniado fulgor parecía lanzar rayos desde lo mas profundo. Siempre mirando al nieto fijamente a la cara desde esos rasgos pétreos, imposibilitados de gestos y emociones, se agarró violentamente el aparato con odio y lo zarandeó y movió para todos lados, jalándolo y balanceándolo, apretándolo contra la pierna con la única mano que podía mover con cierta agilidad.

Parecía que se lo iba a arrancar.

Justamente el aparato de control de la computadora se lo habían dejado colgando por debajo de la cintura en medio de sus piernas, para que quedara al alcance de esa mano. Había aprendido a manejar el sistema con facilidad en solo una semana. Tenia un talento natural para adaptarse.

Si lo deseaba, luego de escribir el texto, apretaba el control y comprimiendo un botón rojo contra su muslo la maquina cibernética leía con su voz metálica el texto escrito en la pequeña pantalla de cristal líquido. (Cosas del avance de la tecnología sugeridas por los galenos que, pese a su costo, entre los familiares habíamos decidido alquilar para que el querido abuelo pudiera comunicarse y no quedase aislado.)

Y fue un acierto.

Cuando terminó de mover la mano como poseído, apretó el aparato y oprimió el botón rojo. Entonces sucedió algo increíble. Todos escuchamos una voz monocorde, asexuada, carente de emociones, metálica con cierta resonancia, que decía:

“I-ni-cio-del-men-sa-je:
Mi-se-ra-ble-ba-su-ra-no-sos-mas-que-una-
mon-ta-ña-de-mier-da-ten-go-el-pla-cer-de-
de-cir-te-que-ha-ce-un-a-ño-me-
a-se-gu-ré-
con-el-es-cri-ba-no-de-que-vos-
no-re-ci-bas-ni-un-pe-so-de-mi-he-ren-cia-

co-mo-pa-go-a-las-a-mar-gu-ras-que-me-has-
he-cho-vi-vir-no-pen-sa-ba-
de-cír-te-lo-en-
es-ta-for-ma-pe-ro-i-gu-al-me-re-sul-ta-gra-to-

An-da-a-la-pu-ta-ma-dre-que-te-re-pa-rió-
y-que-mi-hi-ja-me-per-do-ne.
Fin-del-men-sa-je”.


Así termino la computadora de trasmitir la filtrada bronca cibernética.

El Nene quedo pálido, la boca semiabierta, no atinó a pronunciar palabra y se fue intempestivamente como había llegado, dando un portazo.

Los ojos enrojecidos del abuelo se calmaron e irradiaron placer. La mano aflojo el aparato y quedó relajada sobre su muslo. Descansó.

Yo adoraba ese viejo y sufría al verlo en ese estado - no lo tenía conmigo por no vivir en el país - y más lo pasé a adorar desde este momento, porque yo también le tenia asco realmente a ese tipo. Su puteada fue la mia. (Aunque a decir verdad yo interiormente estaba casi seguro que el viejo nos iba a dar una sorpresa a todos y que en esta vuelta no se “pelaba”. No se por que motivo pero tenía ese presentimiento, casi estaba seguro.)

¡Que hermoso fue sentir esa voz cibernética puteando en megabytes!

“¡Que maravilla la ciencia!” pensé, y acercándome al abuelo le tome la mano y le dije: “¡Lo parió veterano!, esa puteada ha sido maravillosa, ¡maravillosa!, realmente la obra de un Maestro, mis respetos querido Genio.”

Los ojitos brillaron otra vez satisfechos. Acarició el aparato con un cariño especial y entrecerró los ojos asintiendo. Noté un levísimo movimiento de su labio superior. Al parecer la conmoción a fin de cuentas lo había ayudado. Comenzaba a retomar el control de los músculos de su cara, lentamente.

“Bien lo sabia yo”, quede pensando.


Diciembre 27 de 2002 Costa de Oro, Uruguay